POR VIRGINIA GAWEL
Fuente: http://www.sophiaonline.com.ar/
Nuestro cuerpo, casa sagrada, el espacio que nos alberga en nuestro paso por la vida. ¿Alguna vez lo trataste tan mal que te dolió el alma? Siempre se puede pedirle perdón…
Así te llamó San Francisco de Asís: hermano sol, hermana luna, hermana montaña, hermano ciervo… hermano cuerpo. Nuestra cultura, en cambio, ha ido olvidando tu cualidad principal,
para envolverte en ropas según las modas, subirte y bajarte de
automóviles y ascensores, plancharte cuando te vas arrugando, ondularte
el pelo si es lacio (o enlaciártelo si es rizado), depilar tus arbóreos
matorrales, adelgazarte, rellenarte por donde te falte, aspirarte por
donde te sobre, subirte a insalubres tacones, perfumarte tus salvajes
emanaciones, tenerte sentado en el más cúbico sedentarismo para luego
hacerte correr hasta el desfallecimiento… Hermano cuerpo, te decía:
nuestra cultura ha ido olvidando tu cualidad principal: tu naturaleza
sagrada.
No hablo necesariamente de ninguna religión, no: hablo de que te faltamos al respeto todo los días, de mil y una maneras, y lo tenemos como algo “natural”.
Tu condición briosa, afín a la de todos los demás animales, a la de las
plantas que se yerguen buscando la luz, a la de los ríos que cantan en
las cascadas, ha sido envasada, tipificada, rotulada. Y nuestra cultura nos dice que nunca, nunca serás suficiente: suficientemente hermoso, suficientemente joven, suficientemente bello, suficientemente sano…
Querrás irte de los ascensores, los
subterráneos y el bullicio interminable, a retozar por donde perteneces;
tus piernas se moverán en las salas de espera, y tendrás insomnio
porque no querrás dormir en un cubículo. Entonces te empastillarán hasta amansarte.
Hasta que tu tristeza de animal expatriado sea acallada con más
pastillas. Y si se te ocurre enfermar, habrá muchas manos restregándose
para negociar qué parte de tu noble presencia pinchar, exprimir, cortar,
infiltrar. (También debo decírtelo: algunas de esas manos serán
bondadosas, sí; algunas sabias, también. Podrán ayudarte. Y otras serán
más peligrosas que galopar en la niebla).
Pero vamos a algo más simple, Hermano cuerpo. No “nuestra cultura”. Yo. Yo, entre tus entrañas,
ida y vuelta por tus nervios, sostenida por tus huesos, hasta exhalar
tu aliento definitivo. No somos lo mismo, no: cuando mueras, seguiré
viaje, como el Principito al dejar su cáscara en el desierto. Pero aquí, ahora, somos Uno: mi prójimo más próximo, hermano cuerpo.
Y yo, que amo a los animales tanto y tanto, que desde niña no ha habido foto mía en que un animalito no estuviera conmigo… te traté como jamás trataría a ningún otro animal.
El día que lo supe lloré de vergüenza: te había hecho acostar a la hora
en que ya tendría que haberte arropado como a un niño… te odié en el
espejo porque no eras como yo quería… te di de comer lo que jamás le
daría a ningún otro animal… te exigí lo que no le hubiera pedido a nadie a quien amara. Pues no te amaba.
Hoy ya me has perdonado, pues te he
pedido perdón. Y enmendé. Pero debo recordar todos los días (tú, que
albergas a esta alma extranjera, casa de carne, de sangre y de sonidos):
eres el único animal que puedo acariciar desde adentro.
Elaborado con la tierra y con los soles, necesito contar contigo y que
cuentes conmigo. Es mi deber, en reciprocidad sagrada. Te diré
“gracias”, sí, cuando me vaya. Pero hoy te digo “gracias”, y más
“gracias” en cada acto, porque estoy. Es decir: porque gracias a que estás aquí (donde despliego mi destino), aquí estoy.
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Espero te resulte de interés, Blanca
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