POR VIRGINIA GAWEL
Fuente: http://www.sophiaonline.com.ar/
Tomado de: http://www.periodicodecrecimientopersonal.com/gente-paspada/
La “paspadez” emocional es un problema que tiene solución. Pero, para encontrarla, se debe realizar un trabajo profundo y delicado a la vez. El desafío está en aprender a saborear el delicioso viaje de la vida.
Hace muchos años vino un matrimonio a
hacer terapia de pareja. Nunca voy a olvidarlos. Él, desesperado y
desesperanzado, la miró y me dijo: “Es como esas personas que se
quedaron dormidas en la playa y están a fin del día totalmente ardidas
por el sol: no se sabe dónde ni cómo tocarlas. Le diga lo que le diga,
reacciona como esa gente. Todo le daña, todo la lastima, todo le cae
mal… y nada la conforma. Ya no sé qué hacer”.
Fíjense en lo siguiente: hay dos
vocablos que en nuestro lenguaje actual se usan poco, aunque aquello a
lo que denominan se ve mucho: son las palabras “remilgado” y “melindroso”.
Ambas aluden a lo mismo: “Que muestra excesiva delicadeza, repugnancia o
escrúpulo en sus gestos y acciones”. Y, como suelo decir, cuando
en una cultura una palabra no tiene uso, es porque aquello a lo que
alude está poco presente, invisibilizado, no tenido en cuenta. Y creo que es eso lo que sucede en este caso. Ni siquiera la palabra “quisquilloso” alcanza a describir la actitud de la que hablo.
La persona remilgada, melindrosa, anda por la vida como si en su rostro se dibujara el gesto de quien huele un mal olor.
La expresión de su nariz dice: “no me gusta”, “no es suficiente”, “sí,
pero…”. Sea varón o mujer, pequeño, adolescente, adulto o anciano, su
actitud se parece a la de un rey que evalúa si el rosáceo elixir de la
flor de loto traída del bosque más recóndito tiene el dulzor justo para
su delicado paladar. “No, no es lo que esperaba”, dice el rey, apenas
probando el néctar. Y quien se esforzó y quizás hasta arriesgó la vida
para llegar a donde la sagrada planta crecía, queda frustrado (palabra
latina cuya raíz indica “en vano, inútilmente”; curiosamente tiene la misma raíz que “fraude”, implicando ambas algún tipo de engaño). Quien quiso ofrendar lo mejor, experimenta un des-engaño, con frecuencia muy doloroso.
La “paspadez” emocional
La “paspadez” emocional es un problema; y se vuelve doble problema si quien la vivencia no se hace cargo de ella, poniendo la causa fuera:
el hotel no era del todo bueno, el regalo no era exactamente como lo
quería, la película le divirtió pero no tanto como otra de la que
escuchó hablar, sí quería comer eso que cocinaste, pero justamente no
hoy…
La trampa de su partenaire es correr para complacer al “incomplacible”. Como dijo el filósofo Julián Marías, “No se debe intentar contentar a los que nunca se van a contentar”. ¡Ups! Ni será suficiente, ni será “lo correcto”, ni tampoco el momento oportuno para hacer lo que se nos pide que sea hecho.
La persona “paspada” emocional tiene otra cualidad: es susceptible. Dice de esa palabra la Real Academia Española: “Que se ofende o toma a mal las cosas con facilidad”.
Así, sus personas cercanas van desquiciándose respecto de qué, cuánto,
dónde y cuándo decirle aquello que, de todos modos, afectará su
sensibilidad, generando un drama de proporciones épicas. (Ésa era otra
de las aflicciones del esposo de aquella pareja…).
No estoy refiriéndome, claro está, a
la persona que no cuadra en absoluto con esta definición de “paspadez”,
sino que reacciona con dolor respecto de quien ejerce hacia ella una
“agresividad de guante blanco”: frecuentemente alguien de cualidades
psicopáticas que, mediante ironías, sarcasmos e indirectas, va
desgastándole la paciencia hasta formar una masa crítica en la que su
psiquismo se resquebraja y se produce, sí, una reacción desmedida ante
algo que parecía sin importancia (pero que fue juntando impotencia con
cada gota de descalificación sufrida y callada). No, no estoy hablando
de ese fenómeno. Creo que todos sabemos la diferencia. Todos, menos el
“paspado”. Y lo sé por una razón que creo muy valedera: porque
alguna vez, hace ya muchos años, yo también fui así… ¡pero no me daba
cuenta!
Cuando se da el salto de conciencia como para hacerse cargo de esa tendencia a la inflamación emocional, el paso siguiente es trabajar con las propias reacciones, hasta que la hipertrofia afectiva sea subsanada. Es una larga tarea, que requiere de la máxima honestidad,
la práctica cotidiana, y casi siempre de una buena ayuda terapéutica.
Por haber sido terapeuta durante muchos años (ya no) también sé que en
el proceso con alguien de estas características las intervenciones
clínicas a veces se vuelven algo tan delicado como cuando se juega a los
palitos chinos: se deberá hacer sutiles movimientos para que no se
venga todo abajo. ¡Es un gran desafío para ambos, terapeuta y paciente! Y
el aprendizaje consistirá en desactivar los circuitos de alarma emocional,
que disparaban sus sirenas ante el más insignificante estímulo. Quien
ha podido salir de ese embrollo, reconoce que donde antes había una
hiper-reacción se levanta en cambio una banderita que dice: “Elijo no tomarme esto como algo personal. Desdramatizo”.
Es una ardua tarea, pero su resultado es éste: que la actitud remilgada se antidota con una disposición esencialmente agradecida
hacia todo lo bueno que se recibe, no dándolo por sentado, sino
subrayándolo, a cada instante. Y que esa susceptibilidad neurótica se va
dando en forma cada vez más espaciada, cada vez menos intensa, y cada
vez con menor duración. Hasta que la “paspadez” cicatriza y nos deja con una piel nuevita, sensible, pero con la sensibilidad justa (ni mucha ni poca).
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Espero te sea de utilidad, Blanca
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