Por: José J. Rivero
Cuando miro a mi hija pequeña mientras juega, la veo feliz, observo entonces su
sonrisa y como se mueve por el mundo danzando con el aire sin preocupaciones. En
ocasiones intento dibujarla en esa sociedad tan compleja donde tendrá que desarrollar
su vida de persona adulta. Esa que parece que venir diseñada entendiendo que lo
importante viene marcado por todo aquello que el niño es capaz de hacer. Un mundo
que pide al niño que aprenda competencias claves para la vida, donde el conocimiento
prima por encima de las personas.
Llevo muchos años desarrollando procesos de crecimiento personal con grupos de
jóvenes y siempre he escuchado que los jóvenes tienen derecho a un futuro mejor. Y
me pregunto ¿a qué tienen derecho? ¿A trabajar duramente, como nunca se ha hecho
para conseguir un mínimo salario?. ¿A vivir modelos de felicidad postergada? Es decir
a entender que su felicidad estará hipotecada durante muchos años.
Todo ello entra en contradicción con ese modelo de éxito rápido que te proporcionan
en la televisión conduciéndoles hacía modelos de superestrella al uso, en ocasiones
traspasando la linea de lo moralmente permitido. Lo importante al final es el dinero, la
felicidad hedónica y carente de sentido ante todo.
Nosotros padres y madres hacemos tantas cosas para aumentar la probabilidad de
éxito de nuestros hijos e hijas: desde matricularles en los colegios más duro y con
mayor probabilidad de éxito, a meterlos en actividades extraescolares que potencien
su rendimiento académico. Pero además nos empeñamos en ocasiones en diseñarles
su propio ocio con actividades que en la gran mayoría de las ocasiones ni conectan
con las necesidades de nuestros más pequeños, construyéndoles así agendas muy
estrictas. En ocasiones con el fin de que sean los mejores en el colegio y en otras
respondiendo a un diseño que a veces responde a nuestras propias necesidades ya
que entiendo que mi hijo o mi hija deben de estar en un deporte o un grupo
determinados pues a mi me vino bien para mi desarrollo personal.
Dejando de lado lo que la sociedad y muchos padres entienden como habilidades
blandas como jugar, estar con amigos y amigas con el único objetivo de reír. Y por otro
lado todas aquellas que van destinadas a fomentar en nuestros hijos e hijas todas
aquellas fortalezas que les ayuden a ser simplemente mejores personas con los otros,
a poder gestionar mejor sus relaciones personales, a conocer sus emociones, a
implementar las emociones positivas en su vida, es decir, todo aquello que les ayude a
ser felices en sus vidas.
Por último, y para mí una de las habilidades que todo padre debe de poner en práctica
en muchos momentos de su vida como educador, tan simple pero tan compleja como
ser capaz de escuchar a nuestros hijos e hijas, prestando atención a su vida desde
sus necesidades y potenciando la autonomía y la confianza personal. Tan simple pero
tan complejo como conectar con nuestro hijo o hija.
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Espero te sea de utilidad, Blanca
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