Por: Virginia Gawel
Fuente: http://www.viviragradecidos.org/
Una etapa que termina, una pareja que se
disuelve, los hijos que se van de la casa, amigos que quedan en el
camino, cambios en nuestro cuerpo, en nuestro entorno, en nuestro
trabajo… Algo muy dentro nuestro quisiera que todo se quedara quieto;
así estemos anhelando el cambio, le tememos (¡y mucho más cuando no lo
anhelamos!) Pero la vida es impermanencia. Y esa impermanencia es,
curiosamente, la que, si trabajamos sobre ella, puede vincularnos con
algo inmutable que es nuestro núcleo.
En la psicología del budismo tibetano hay una palabra para definir parte de lo que nos sucede ante este tipo de situaciones: shenpa.
Se lo considera un síndrome (un conjunto de signos internos que
trastorna nuestra vida emocional y mental). El concepto occidental que
más se le aproxima es “apego”. Pero como a los tibetanos les encantan
las metáforas (las cuales llegan más profundo que las definiciones
meramente racionales), insisten en que la traducción implicaría imágenes
como la de “sentimientos pegajosos”, “quedar enganchado” (sí, como con
un gancho), y, como dice Pema Chödron, implica un sentimiento de
urgencia. Urgencia por controlar al otro, urgencia por disimular el paso
del tiempo (cuando nos apegamos a una etapa, un cuerpo que ya no
tenemos, un rol que ya no cumplimos), compulsión por actuar de un modo
que nos es habitual (sentimiento muy similar al de requerir una
sustancia estando en situación de adicción)… Urgencia por lograr que se
nos pase la ansiedad del cambio, como quien siente picazón (dice Pema) y
quiere rascarse ya para que se le pase ya.
Cuando realmente abordamos el
trabajar con un apego determinado (lo cual es una tarea honda, compleja,
dolorosa… y liberadora), lo que estamos haciendo, al intentar una y
otra vez soltar, es ser pacientes escultores de nuestro cerebro. ¿A qué
me refiero? Parte del apego está ligado a que las neuronas se han
conectado muchas, muchas veces, de una determinada y única manera en
relación a aquello a lo que estamos apegados. Al realizar un proceso
interno de desapego estamos (como el adicto en relación a su sustancia)
desactivando ese modo habitual (de allí la palabra “hábito”, aunque sea
emocional) con el que el cerebro ha ido funcionando. Con ello, estamos
retejiendo conexiones neuronales que ya no se ligarán en forma
automática en el repetido circuito de siempre.
De modo que cuando alguien logra
soltar, cuando alguien consigue tenerse paciencia en ese largo proceso,
lo que ha hecho es modificar su cerebro (¡lo cual implica un honroso
mérito!) y, con ello, modificar el modo en que cerebralmente está
codificada lo que uno llama “mi identidad”. Sí: la noción de “mi
identidad” también implica un conjunto de conexiones neuronales, que van
desde el esquema corporal registrado en el cerebro al modo en que nos
tratamos día tras día, lo que pensamos sobre nosotros, lo que sentimos
hacia nosotros, nuestras creencias sobre lo que somos y sobre cómo
deberíamos actuar ante cada situación… Cuando estamos bajo el síndrome,
eso que no logramos soltar está incluido como si fuera parte del mapa
interno al que denominamos “yo”. Por eso no lo soltamos: porque sentimos
tanto dolor como si estuviésemos por padecer (o padeciendo) una
amputación. Hasta que, si uno trabaja sobre sí, logra ir soltando
(prefiero este gerundio) y, con ello, modificar el concepto de “yo”. Y
ver que no hubo amputación alguna: se sigue estando entero, pero de otra
manera, aunque eso que ya no está, no esté. En síntesis: cambia la
sensación de identidad. Y si lo que hacemos es realmente soltar (es
decir, no “despegarnos” de una pareja, por ejemplo, para aferrarnos
dependientemente a otra), estaremos listos para vincularnos con nosotros
mismos y con la vida de una manera diferente: libre. Y el mapa interno
de lo que llamamos “yo” será más amplio y certero: tendrá una relación
más ajustada y legítima con la realidad, porque ya no estará incluido en
él -como parte de ese “yo”- aquello a lo que estábamos apegados.
Soltar es un ejercicio para toda la
vida, para cada día, en cada pequeño acto. No significa permanecer
inerte, indiferente, como la falsa imagen del yogui que parece estar
“más allá del bien y del mal”. Es estar plenamente vivo, relacionándonos
intensamente con lo que hoy somos, con lo que hoy hay, con lo que hoy
es, y no con lo que éramos, lo que fue, lo que ya no está (o lo que
quisiéramos que sea o hubiese sido).
Quiero compartirles un texto de Pema
Chödron, a quien vale la pena conocer, por su clara transmisión de estos
temas desde un lugar laico, lúcido y sensible:
“Si soltamos, algo morirá. Y precisamente necesitamos que algo muera para gozar del gran beneficio de su muerte. A veces, sin embargo, es muy fácil. Cuando nos embarcamos en este viaje de autodescubrimiento y notamos que hay algo a lo que estamos aferrados, a menudo vemos que no se trata más que de una pequeñez. Una vez me quedé atascada en algo descomunal, y Trungpa Rimpoché me lo advirtió. Me dijo: ‘Es demasiado para ti; todavía no eres capaz de deshacerte de ello, practica primero con las cosas sencillas. Empieza dándote cuenta de todas las pequeñas cosas a las que estás apegada y te resultará más fácil entender qué significa soltar’. Fue un estupendo consejo. No debemos enfrentarnos de entrada con lo más grande, porque no podremos. Es demasiado amenazante. Puede incluso ser demasiado cruel soltar algo ahí mismo, en el acto. Incluso con las pequeñas cosas podemos, aunque sea de forma intelectual, comenzar a ver que el hecho de soltar puede tener una enorme trascendencia, una relajación y una conexión con la suavidad y la ternura del verdadero corazón. Un auténtico gozo emana de esto”.
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Espero te sea de utilidad, Blanca
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