Autor: LaAlquimista - Cecilia Casado
No hablo ni de las muelas ni del
estómago, ni de ninguna parte de nuestro cuerpo físico que se vea
afectada por un malestar, allá donde exista una causa y un efecto
perfectamente relacionados. Hablo de algo mucho más sutil, incluso de
algo menos creíble porque hay cosas que preferimos ridiculizar en vez de
mirarlas fijamente y desentrañar el pequeño caos interno que nos
provocan.
En las relaciones
interpersonales ocurre con harta frecuencia que algún comportamiento
ajeno nos resulta insoportable; que no podemos aguantarlo sencillamente
porque no… y punto. Si profundizamos un poquito en esa supuesta agresión
a nuestro equilibrio enseguida encontraremos razones sobradas para
arrojar sobre el otro toda la culpa del desasosiego personal del que,
insisto, le consideraremos responsable.
Se me ocurren muchos
ejemplos, algunos demasiado íntimos como para compartirlos aquí, pero a
buen entendedor seguro que basta con la sugerencia del caso. Supongamos
pues que una persona con la que compartimos vida tiene la fea costumbre
de andar quejándose todo el día por las esquinas de pequeñas tonterías
que le molestan y hace su queja en voz alta, salpicando al resto con su
llovizna negativa. Puede que las quejas reiteradas sean nimias o puede
que tengan cierta enjundia, el caso es que son pertinaces y llega un
momento en que, sencillamente, no nos apetece escucharlas ni un minuto
más.
¿Qué hacemos entonces? Pues
casi con toda seguridad que agarraremos al causante por banda y le
diremos que ya está bien, que nos está incordiando con su negatividad,
creando mal ambiente en el grupo y fastidiándonos con su cantinela
aburrida. Y bien dicho estará si conseguimos hacerle comprender que nada
gana y todo pierde quejándose, pero… ¿en qué forma se lo haremos ver
que no le ofenda, que no se sienta agredido ni menospreciado a su vez?
Ahí es donde puede ocurrir
que proyectemos en el otro nuestro propio malestar interno, haciéndole
sentir como una piltrafa a través de un juicio, un veredicto, una
condena que marque la línea de superioridad en la que el que recrimina
se sitúa sobre el que está siendo recriminado. Es decir; si de verdad el
malestar ajeno no tiene nada que ver conmigo, no me lo tomaré como algo
personal porque si salto como pinchado por punta de cuchillo es que me
están poniendo el dedo en alguna llaga que tengo por dentro sin terminar
de cicatrizar.
Si el malestar ajeno me es
precisamente “ajeno” tendré la suficiente tranquilidad para no verme
afectado y, casi con toda seguridad, sentirme indiferente a la tontería
que supuestamente me puede fastidiar.
Si me duele que los demás se
quejen, tengo un problema. Si me duele que los demás griten, sigo
teniendo otro problema. Si me duele cualquier actitud ajena es porque yo
no soy capaz de tomar distancia del problema ajeno y me veo reflejado
y, en consecuencia, es como verse a uno mismo en un espejo feo y
caricaturesco que provoca rechazo automático. Dorian Grey no se
reconoció en el propio retrato hasta que fue demasiado tarde, tan
horrenda era la imagen que su propia alma le devolvía.
Si te duele que tu pareja te
chille, tienes un problema. Precisamente por que has permitido durante
demasiado tiempo que te falten al respeto y la autoestima está en el
subsuelo. Si te duele que un amigo te trate con desapego, tienes un
problema, seguramente porque te empeñas en una amistad que sabes no vale
lo que cuesta. Si te duele que tu jefe te ningunee el problema es más
grave todavía porque te está poniendo frente al espejo de la propia
cobardía y ese dolor no hay quien lo mitigue.
Si te duelen las muelas,
tienes un problema que se llama caries o similar. Es decir, una
infección porque hay una parte podrida formando parte de un todo que
tiene que funcionar de forma sana y natural. Las caries se parchean o se
eliminan a la brava –diente incluido- pero en lo emocional del ser
humano no hay “dentistas” para el alma que sepan arreglar lo que
nosotros mismos hemos estropeado. Ni siquiera los profesionales del ramo
–léase psiquiatras, psicólogos, gurus, filósofos de cabecera, curas o
chamanes- nos darán una solución válida al alcance de todos ni que se
acerque a la panacea de curación que –casi seguro- están intentando
vender. Otra cosa es que te regalen, sin pretensión alguna, ciertas
recetas que a veces funcionan y a veces, sencillamente, no son más que
un placebo.
Cuando alguien me levanta la
voz y me demuestra su enojo procuro darme cuenta de que, con mucha
probabilidad, he hecho o dicho algo que le ha recordado a esa persona su
propio dolor, su propia falta de energía. Así que voy reculando de a
poquitos, cerca de la salida de emergencia (por si las moscas) y tan
sólo gasto la energía necesaria para –si me dejan meter baza- levantar
la mano y decir: “oye, que si te duele, el problema lo tienes tú” y, ya
digo, igual hay que salir corriendo…
En fin.
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Espero te sea de utilidad, Blanca
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