Por Francisco de Sales
Fuente: www.buscandome.es
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Una de las buenas definiciones de la Autoestima es la que dice que es “la reputación que uno tiene de sí mismo”.
La reputación sólo es una opinión. Propia o ajena. Pero es solamente una opinión.
No tiene entidad, ni la fuerza de la verdad, ni es una realidad.
Las opiniones se forman a partir de
ideas preconcebidas, o de una información que puede ser incompleta,
tergiversada, infundada, o falsa, y por tanto pueden carecer del
fundamento que las legitime.
Por eso las opiniones no debieran ser
tomadas en cuenta, salvo que coincidan con la realidad o con lo que uno
–que es quien de verdad tiene toda la información y su verdad
correspondiente- sepa o piensa.
El interés por tener una buena
reputación viene dado por condicionamientos sociales, porque a todos nos
gusta que los demás nos tengan en buen concepto, y ser respetados o
admirados por ello.
Pero si el otro, desconocedor de la
autenticidad -y por tanto propenso a equivocadas interpretaciones-, nos
adjudica una mala reputación –y eso es algo preocupante para nosotros-,
es posible que la opción más sensata sea demostrarle, con el tiempo y
con los hechos, que estaba equivocado.
Si pretendemos concertar con el otro
un diálogo para exponer nuestra opinión, y abiertamente y libre de
prejuicios nos escucha, siempre le puede quedar la reserva de pensar que
lo que contamos no es la verdad, sino que es nuestra explicación, lo
que queremos creer, o aquello de lo que pretendemos convencerle. Está
muy bien el intento, y es muy digno, pero si el otro no está
predispuesto a creernos es una labor casi inútil.
La reputación no es una referencia
fiable, porque se forma en función de la voluntad de otra persona en la
que poco podemos influenciar.
Es mejor no darle una excesiva
importancia, y menos aún darle el poder de condicionar nuestra vida,
porque si lo hacemos así dejamos nuestra estabilidad en manos de los
otros, y eso es un suicidio, ya que les otorgamos el poder de valorar
bien o minusvalorar nuestra propia vida.
Si valorásemos más el concepto que
tenemos de nosotros mismos, que puede ser el más atinado y el único con
valor, y, sobre todo el que debe primar, y no estuviéramos tan
pendientes de lo que opinan los demás, viviríamos más tranquilos, más a
gusto con nosotros mismos y, sobre todo, con más paz.
En varias ocasiones he escrito que si
alguna persona me insultara o menospreciara no conseguiría con ello
alterarme, ni tampoco enfadarme, ni me enfrentaría a ella de un modo
violento. Le diría, con toda la naturalidad que me fuera posible, y con
el convencimiento absoluto, que si emite esa opinión de mí, o si tiene
ese concepto, es porque no me conoce lo suficiente, y le diría que está
equivocada. Si me conociera realmente, se daría cuenta de su error.
Por supuesto que es preferible tener
una buena reputación, y que además esté fundada en la verdad –si no es
así, es simplemente una apariencia engañosa-, pero quizás esté
desequilibrado darle una excesiva preponderancia y, sobre todo,
consentir que la estabilidad emocional y personal, y el prestigio y la
Autoestima, queden en manos de una sentencia ajena en la que uno sólo es
el acusado que no ha tenido la opción de defenderse.
Tony de Mello escribió: “Si ni
siquiera Dios ha sido capaz de poner de acuerdo a todo el mundo, ¡cómo
voy a pretender hacerlo yo!”.
Sólo es importante la reputación que yo tengo de mí.
Las demás, aunque se les dé importancia, no son importantes.
Te dejo con tus reflexiones…
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Espero te sea de utilidad, Blanca
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